Crónicas leticianas 55
“En su época, el vuelo más distante, oneroso y rumbero del país”
Leticia, la ciudad más austral de
Colombia, situada al suroriente del territorio colombiano exactamente en la
punta del trapecio amazónico, distancia que le permite ser- con San Andrés islas- una de las dos ciudades más alejadas de la
capital de la república.
Antiguamente se le llamaba la
“cárcel sin puertas,” ya que de ella sólo se sale o se entra vía aérea o
acuática y, en esa época, si no tenía los más de setecientos mil pesos que
costaba cada trayecto, la salida de la ciudad era bastante difícil.
Por vía aérea, es una hora y
cuarenta minutos de vuelo en jet; por agua el viaje desde Puerto Asís, si las
condiciones son favorables, se puede
demorar de 10 a 12 días bajando por el rio Putumayo hasta la desembocadura en
el Amazonas, por el cual se sube hasta llegar a Leticia. Antiguamente - y
estamos hablando de los años setenta - los aviones que cubrían la ruta a la
región eran los Curtis y súper Curtis, aviones cargueros que hacían la ruta Bogotá- Villavicencio, en donde tanqueaban para
continuar a Leticia ;estos aviones Esos llevaban
pocos pasajeros por razones de seguridad aeronáutica.
Posteriormente, saliendo desde
Bogotá con escala en Cali, empezó a
operar la empresa de pasajeros “Sociedad Aeronáutica Medellín” “SAM” la cual mejoró la movilidad
aérea al territorio amazonense con sus aviones turbo - hélice tipo Electra. Como
caso anecdótico, en sus primeros viajes a la capital del Amazonas, al pasar las
coordenadas de la línea ecuatorial, éstas eran anunciadas por el sonido interno
del avión y hasta entregaban un certificado recordatorio por atravesar
dichas coordenadas. Algunos pasajeros que por primera vez viajaban en el avión,
al anunciar el paso por dicha línea,
miraban de reojo por la ventanilla como tratando de observarla; pero en vez de
ella, en lontananza, contemplaban ese
enigmático mar verde llamado selva
amazónica, recorrida por serpenteantes y numerosos ríos que desde la altura se veían
resplandecientes por el reflejo del sol
sobre sus aguas. Ya para los años ochenta, época de la bonanza cocalera,
Avianca empezó a cubrir esa ruta desplazando a Sam que era su filial.
Esta empresa empezó a operar con
jets Boeing 727-100 con 117 sillas disponible, convirtiéndose en esa época el
vuelo más distante, oneroso y rumbero en el territorio colombiano.
El vuelo tenía como frecuencias los
días lunes, miércoles y viernes, con salida a las 11:30 a.m desde el aeropuerto
El Dorado en la ciudad de Bogotá.
En el Terminal aéreo El Dorado, en un módulo en donde había un aviso que decía Leticia, era el
lugar en donde más personas se arremolinaban en la mañana, buscando un cupo o pidiendo el favor a un amigo que viajara para
enviar con él una misiva, dinero o algún
encargo hacia esa lejana tierra.
A las 11:00 a.m por el sonido
interno del aeropuerto llamaban a pasar a la sala de espera desde donde
posteriormente se abordaba el avión.
Después de las recomendaciones dadas por la azafata, el avión despegaba rumbo
al aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón de la ciudad de Cal,i en donde aterrizaba después de volar 30 minutos, para hacer escala
técnica, tanquear y recoger los pasajeros que por cupos asignados a esa
plaza compraban sus tiquetes en dicha ciudad.
Ya con sus tanques llenos de gasolina para el vuelo de ida y regreso a
Bogotá y el cupo completo de pasajeros, despegaba de nuevo rumbo hacia la
ciudad de Leticia.
Ya en el aire, las azafatas y el
capitán daban las explicaciones de rigor y la bienvenida a bordo.
Como esa década se caracterizó
por la bonanza en la región amazónica, los vuelos siempre estaban llenos, pues
eran muchas las personas que viajaban a rebuscarse en los diferentes menesteres que estaban aflorando en la ciudad, de ahí
que el personal humano a bordo en los
vuelos estaba compuesto por habitantes de
la región, comerciantes, rebuscadores, turistas, emergentes y sobre todo
prostitutas procedentes de Cali, Medellín
y Pereira, quienes -por ser las
más apetecidas- eran enviadas desde esas ciudades a los diferentes prostíbulos que hacían su agosto en la ciudad.
Ya en vuelo y transcurridos veinte minutos, las azafatas se preparaban para atender a los
pasajeros a bordo ofreciendo Whisky,
vodka y ron para la venta, existencia que se acababa en su totalidad al primer
ofrecimiento, ya que alguno de los pasajeros para sentar un precedente o dar buena impresión la compraba, especialmente el
whisky que se vendía en botellitas pequeñas.
Posteriormente el comprador la repartía por todo el avión
entre los amigos y conocidos, y era ahí precisamente en donde empezaba un “desorden
ordenado”, por decirlo de alguna manera, pues muchos se paraban de sus asientos
a charlar y a compartir con otras personas el licor comprado o
regalado, todo esto con la anuencia de
las auxiliares de vuelo que servían hielo y soda.
El ambiente a bordo era de fiesta
hasta llegar a su destino y solo se supo de uno o dos incidentes con algún alicorado al interior del avión, sin
consecuencias que lamentar.
Después de la sesión etílica,
repartían el almuerzo que era de muy
buena calidad, pero la bebeta continuaba
a bordo pues muchos llevaban botellas de whisky, cuando eran permitidas como equipaje de mano.
Más o menos al llevar hora y media de vuel, se escuchaba el sonido armonioso de los flaps de la
aeronave, los que empezaban a deslizarse desde de la parte inferior de los
planos, maniobra que indicaba que el descenso de la aeronave empezaba y que nos encontrábamos próximos a
aterrizar en el aeropuerto Vásquez Cobo
de la ciudad de Leticia.
A lo lejos ya se observaba una
raya plateada que partía en dos la manigua, era el majestuoso rio Amazonas.
Cuando en avión pasaba por encima de él, giraba hacia la izquierda como devolviéndose y de
inmediato el tren de aterrizaje se desplazaba de la parte inferior del avión
hacia abajo y se aseguraba. Sobrevolaba unos minutos territorio peruano y
brasilero dirigiéndose a la pista que ya
se observaba al frente.
La alegría se reflejaba en el rostro de los pasajeros.
Después de aterrizar,
estacionarse y apagar las turbinas, los pasajeros descendían y caminaban por la
plataforma hasta el puesto de control
policial y migratorio de equipaje y pasajeros.
Muchos de los que se bajaban entonados, continuaban la jarana en el bar
del aeropuerto.
Esta es otra de las tantas particularidades que se vivieron en esa época,
cuando el nacionalismo se sentía a flor piel, la amistad y la palabra se respetaban, cuando
no existía el impuesto por visitar
nuestro territorio, no se hablaba de casa por cárcel, y aunque también existía
la corrupción, no era la prioridad ambiciosa que hoy se pelea esta nueva
generación política.
Carlos Javier Londoño O.
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