jueves, 8 de agosto de 2013

Agosto 06 de 2013
Crónicas leticianas 52

“Leticia, de ciudad de castigo, a paraíso pecuniario”

Y volviendo a las situaciones atípicas que se presentaron durante la época de la bonanza, narraré otra de las tantas  que pasaron a la historia.
Como ya lo había dicho, Leticia era en esa época  un sitio de castigo para los miembros de varias instituciones oficiales, con tan mala suerte para ellas, que posteriormente la ciudad se convirtió en el paraíso  para que los “castigados”  se rebuscaran el dinero fácil, pues cuando apareció  el ilícito, la alianza entre algunos comerciantes, los emergentes y algunas  autoridades - por todos conocida - les permitió un buen funcionamiento del “negocio”.
La colaboración era tan efectiva, que entre todos se cuidaban la espalda,  ya que cuando llegaba a la ciudad algún sospechoso se le ponían a la pata, como se dice coloquialmente, para saber de quién se trataba, ya que  podía ser una autoridad ajena a la ciudad que llegaba como infiltrado, un nuevo emergente, un rebuscador, un sicario, etc.
A los pocos días ya se sabía quién era el personaje, a qué iba, quienes eran sus conexiones y hasta quién era el patrón cuando se trataba de un  mandadero.
Por esa relación habida entre esas instituciones, se supieron  muchas cosas que para mucha gente pasaron desapercibidas, pero que para otros que estaban en la jugada eran importantes, como el caso del arribo de la banda de sicarios  llamada  “Los Priscos” al servicio del cartel de Medellín  y que llegaron a hacer algunos “trabajos”.
Durante su estadía, se supo que salían al basurero a matar gallinazos para atinar puntería.
Volviendo al caso del dinero fácil, que no es tan fácil, sino rápido, digo yo,  una de las razones por las cuales muchas autoridades se fueron ricos de la región, se debió a que casi ninguna incautación de droga habida en la ciudad o en el río era reportada como “positivo” por miembros de algunas entidades controladoras, ya que esa era una de las tantas maneras de rebuscarse, transando con el infractor un arreglo beneficioso para ambas partes, situación que era conocida por algunos superiores que también  estaban en la nómina de la repartición.
Solo se reportaban aquellas incautaciones r en donde el público estaba presente y en donde  ya era  difícil  el arreglo, ante tanto testigo de ocasión,  como las ocurridas en el aeropuerto y en el puerto civil.
Y para muestra un botón: Cierto día estaba un amigo, representante en la ciudad de una gran empresa  parado en la esquina de lo que hoy es Tío Tom, resguardándose  de un aguacero de los que suelen caer en la zona.
Observaba correr el agua hacia el río por la calle denominada el puerto de Mike, que para la época era una calle sin pavimentar  cubierta de barro en época de lluvia cuando  de pronto vio subir en la soledad  de la calle a un parroquiano quien, con un morral al hombro,  se encaminaba hacia donde él estaba. Observaba el hecho como una cosa normal. De pronto, de uno de los lados de la calle cubierto de maleza salió la figura de un aduanero, quien lo detuvo  en medio de la lluvia y le hizo  una minuciosa requisa al morral.
El amigo observaba desde la distancia el procedimiento. Acabada la requisa, notó que el  representante de la aduana  se introducía  por entre la camisa unos paquetes que no alcanzó a distinguir qué se trataban,  sin embargo, desde la esquina le pegó un silbido, y haciendo   la mímica de serruchar  moviendo la mano derecha sobre la izquierda en actitud de corte, le dio a entender que había visto lo sucedido.
El aduanero desapareció en medio de la lluvia puerto abajo y “el cholo” -porque era un peruano- continuó subiendo hasta pasar por donde el amigo el cual no se aguantó la inquietud preguntándole qué le había pasado a lo cual respondió: “pues que me ha sabido quitar unos dolaritos que traía”. Las cosas quedaron  así.
Al otro día muy temprano, un aduanero que resulto ser conocido del amigo, se le apareció  en el negocio y después de saludarlo le dijo:” Es la primera vez que un civil me tumba tan elegantemente”, tome por  ver,  y sacando de sus bolsillos dos billetes de 100 dólares de lo incautado al peruano (yo diría que robado), se los regaló.
Y así ocurrió, nadie vio, nadie dijo nada y la vida continuó.
¿Qué autoridad no ambicionaba estar en la ciudad ejerciendo el servicio con éstas garantías extras a su sueldo?
Así cualquiera progresa  en una ciudad en donde, cuando se trata de favorecerse las partes, casi todo es permitido.
Carlos Javier Londoño O.


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