Agosto 06 de 2013
Crónicas leticianas 52
“Leticia, de ciudad de castigo, a paraíso pecuniario”
Y volviendo a las situaciones
atípicas que se presentaron durante la época de la bonanza, narraré otra de las
tantas que pasaron a la historia.
Como ya lo había dicho, Leticia
era en esa época un sitio de castigo
para los miembros de varias instituciones oficiales, con tan mala suerte para
ellas, que posteriormente la ciudad se convirtió en el paraíso para que los “castigados” se rebuscaran el dinero fácil, pues cuando
apareció el ilícito, la alianza entre algunos
comerciantes, los emergentes y algunas autoridades - por todos conocida - les
permitió un buen funcionamiento del “negocio”.
La colaboración era tan efectiva,
que entre todos se cuidaban la espalda, ya que cuando llegaba a la ciudad algún
sospechoso se le ponían a la pata, como se dice coloquialmente, para saber de
quién se trataba, ya que podía ser una
autoridad ajena a la ciudad que llegaba como infiltrado, un nuevo emergente, un
rebuscador, un sicario, etc.
A los pocos días ya se sabía
quién era el personaje, a qué iba, quienes eran sus conexiones y hasta quién
era el patrón cuando se trataba de un
mandadero.
Por esa relación habida entre
esas instituciones, se supieron muchas
cosas que para mucha gente pasaron desapercibidas, pero que para otros que
estaban en la jugada eran importantes, como el caso del arribo de la banda de
sicarios llamada “Los Priscos” al servicio del cartel de
Medellín y que llegaron a hacer algunos
“trabajos”.
Durante su estadía, se supo que
salían al basurero a matar gallinazos para atinar puntería.
Volviendo al caso del dinero
fácil, que no es tan fácil, sino rápido, digo yo, una de las razones por las cuales muchas
autoridades se fueron ricos de la región, se debió a que casi ninguna
incautación de droga habida en la ciudad o en el río era reportada como
“positivo” por miembros de algunas entidades controladoras, ya que esa era una
de las tantas maneras de rebuscarse, transando con el infractor un arreglo beneficioso
para ambas partes, situación que era conocida por algunos superiores que
también estaban en la nómina de la
repartición.
Solo se reportaban aquellas
incautaciones r en donde el público estaba presente y en donde ya era
difícil el arreglo, ante tanto
testigo de ocasión, como las ocurridas en
el aeropuerto y en el puerto civil.
Y para muestra un botón: Cierto
día estaba un amigo, representante en la ciudad de una gran empresa parado en la esquina de lo que hoy es Tío Tom,
resguardándose de un aguacero de los que
suelen caer en la zona.
Observaba correr el agua hacia el
río por la calle denominada el puerto de Mike, que para la época era una calle
sin pavimentar cubierta de barro en
época de lluvia cuando de pronto vio
subir en la soledad de la calle a un
parroquiano quien, con un morral al hombro, se encaminaba hacia donde él estaba. Observaba
el hecho como una cosa normal. De pronto, de uno de los lados de la calle
cubierto de maleza salió la figura de un aduanero, quien lo detuvo en medio de la lluvia y le hizo una minuciosa requisa al morral.
El amigo observaba desde la
distancia el procedimiento. Acabada la requisa, notó que el representante de la aduana se introducía por entre la camisa unos paquetes que no
alcanzó a distinguir qué se trataban,
sin embargo, desde la esquina le pegó un silbido, y haciendo la
mímica de serruchar moviendo la mano
derecha sobre la izquierda en actitud de corte, le dio a entender que había
visto lo sucedido.
El aduanero desapareció en medio
de la lluvia puerto abajo y “el cholo” -porque era un peruano- continuó
subiendo hasta pasar por donde el amigo el cual no se aguantó la inquietud
preguntándole qué le había pasado a lo cual respondió: “pues que me ha sabido
quitar unos dolaritos que traía”. Las cosas quedaron así.
Al otro día muy temprano, un
aduanero que resulto ser conocido del amigo, se le apareció en el negocio y después de saludarlo le
dijo:” Es la primera vez que un civil me tumba tan elegantemente”, tome
por ver,
y sacando de sus bolsillos dos billetes de 100 dólares de lo incautado
al peruano (yo diría que robado), se los regaló.
Y así ocurrió, nadie vio, nadie
dijo nada y la vida continuó.
¿Qué autoridad no ambicionaba
estar en la ciudad ejerciendo el servicio con éstas garantías extras a su
sueldo?
Así cualquiera progresa en una ciudad en donde, cuando se trata de
favorecerse las partes, casi todo es permitido.
Carlos Javier Londoño O.
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