Junio 23 de 2020
“Enseñanzas de la escuela de la vida”
Esta es otra de las tantas
aventuras y anécdotas que he
experimentado en mi vida.
Se trata del viaje que por
motivos de trabajo hice desde ciudad de México a San Pedro Sula,
ciudad situada al norte de Honduras, capital administrativa del
departamento de Cortés, llamada la capital industrial por generar el 68% de las
exportaciones del país. Tiene alrededor de un millón de habitantes y clima cálido y húmedo.
Antes de viajar me pusieron al
tanto sobre los peligros a los que me
podía exponer “si daba papaya” como se
dice coloquialmente pues era una ciudad que tenía un alto índice de
criminalidad y donde fácilmente podías perder la vida por un reloj.
Enterado de esa situación y con
hoteles recomendados, viajé un viernes
en la mañana directo a esa ciudad. Antes de abordar, en las tiendas libres de
impuestos del aeropuerto de México compré una botella de wisky y algunos
enlatados como mejillones, pulpo y otras golosinas para tener que “picar” en el hotel y así evitar la
salida a comprar algo.
La llegada a la ciudad fue sin contratiempos
con una aduana muy respetuosa con los turistas.
En el aeropuerto me recogió un
amigo quien sería mi guía en la ciudad,
llevándome a un hotel situado en
el centro de la ciudad cerca de un gran
parque que más bien parecía una plaza de mercado, pues allí se
encontraba de todo en un ambiente de
basuras y gente de ascendencia indígena que se rebuscaban con sus productos,
observación que hice desde el vehículo en que me transportaba. El hotel quedaba
a una cuadra del parque y aunque era un buen hotel se demeritaba por el sitio.
Luego de registrarme
almorzamos allí mismo en donde estuvimos
un largo rato conversando sobre diversos temas, entre los cuales estaba el de
los cuidados que debían de tener si iba a salir del hotel, lo cual había que
hacerlo de día procurando llegar a él
antes de caer la noche para no tomar riesgos innecesarios.
Antes de anochecer el amigo se
retiró quedando de recogerme al día siguiente alrededor de las 9 am, para hacer
las diligencias alusivas al trabajo y razón por la cual había viajado a esa
ciudad.
En la habitación, luego de tomar
un baño, enpiyamado me serví un wisky y me puse a ver una película en la televisión.
Luego de varios wiskys me dispuse
a dormir.
La noche fue tranquila. Al otro día
el amigo estuvo puntual recogiéndome para hacer las diligencias en las cuales
estuvimos ocupados toda la mañana.
A la hora de almorzar me invitó a
la ciudad de Tela en la costa atlántica hondureña y cerca de San Pedro Sula, adonde fuimos por una moderna
autopista. Allí, cerca al mar, degustamos los frutos del mar en un buen
restaurante, acompañados por un buen vino blanco. Recorrimos la ciudad y por la
tarde regresamos de nuevo a San Pedro Sula, dejándome en el hotel y
explicándome que debido a unas ocupaciones personales no me podía recoger al
otro día, así que tenía el día libre para conocer el centro de la ciudad con los cuidados
respectivos y que buscara un buen hotel
en donde almorzar que en ellos la comida era relativamente barata.
Después de tomarme unas cervezas micheladas en el mismo hotel me acosté
temprano a descansar.
Al otro día me levanté un poco
tarde y después de organizarme me dispuse a salir, no sin antes escuchar las
observaciones de los empleados del hotel con respecto a los cuidados que debía asumir
para evitar problemas.
Al salir a la calle, ante tanta
recomendación, estaba más arisco que un guatín cuando le hacen un tiro en un
maizal, pues cuando uno se desplaza por las calles de inmediato lo
identifican como turista y todas las miradas recaen sobre uno.
Después de recorrer algunas
calles y hacer algunas compras pasé por
un moderno hotel en cuya entrada
principal anunciaban el menú del día. Allí en un vistoso aviso se leía:
“Langosta de 2 libras con sus
guarniciones, valor 12 dólares”. De
inmediato pensé: por 12 dólares no voy
a dejar de comerme una langosta de 2 libras. De inmediato pregunté que si podía entrar en bermudas
indicándome el portero que no había problema que me dirigiera al restaurante.
Una vez en el sitio, el mesero me
hizo sentar en una mesa en donde me atendió muy cortésmente.
El sitio era elegante y visitado
por gente lujosamente vestida; el que deslucía en el salón tal vez pude ser yo, pero eso no
me complicó la vida pues estaba autorizado para entrar y compartir con la gente
que allí se encontraba.
Una vez sentado le solicité al
mesero, para empezar, media botella de vino blanco bien frio y de plato
principal la langosta. Ante la pregunta del mesero que con qué guarnición
deseaba la langosta ahí si quedé desconcertado, pues yo sabía que el
significado de la palabra guarnición era un conjunto de soldados que
permanecían en un sitio para cuidarlo y defenderlo, pero en gastronomía no conocía su significado.
Como buen montañero y con miras a aprender algo ese día le pedí el favor me
explicara que significaba la palabra guarnición para ellos a lo que me respondió
que era el acompañamiento con que se servía la langosta. Ahora si nos vamos
entendiendo - le dije- y que me ofrece como acompañamiento? Tengo frijoles tipo
caraota, arroz, plátano maduro y ensalada. Ahí si quedé más desconcertado, pues
nunca en mi vida había oído de ese “casao” como decimos en Antioquia a las
combinaciones raras, langosta con
frijoles, arroz, tajadas maduras y ensalada. Me limite a mirar a las otras
mesas y observé que la mayoría de los comensales estaban degustando de ese
plato, de donde deduje que era un plato típico de la región y ordené lo mismo:
arroz, tajadas maduras, frijol y ensalada como complemento; al plato y si a eso
le sumábamos el vino pues creo que el acompañamiento no era el mejor, pero como
dice el refrán: “al pueblo que fueres haréis lo que vieres”, y me comí mi langosta con todo lo pedido.
Fue una deliciosa experiencia, de
la cual pensaba que cuando se las contara a mis amigos nadie me iba a creer, por eso la dejo aquí
plasmada como una enseñanza de la escuela de la vida, sacando la conclusión la importancia que tiene viajar para conocer
de otras costumbres.
Jalón
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