Junio 26 de 2013
Crónicas Leticianas 46
“Emergencia a bordo”
A finales de la década de los
ochenta, otra de las bonanzas que se unió al descalabro de la región del
Amazonas fue la del oro que se presentó
cerca de La Pedrera, población situada a
orillas del río Caquetá.
Esta bonanza produjo una ola de ambición en el Amazonas de tal
magnitud, que la gente en Leticia vendía todas sus pertenencias para conseguir algún
dinero para poder viajar a la Pedrera
en busca del preciado metal.
Yo ya había salido de Leticia y
me encontraba casualmente trabajando en Villavicencio, como gerente de una
importante empresa aérea de pasajeros y carga que, con cuatro aviones tipo
D-3 con motores a pistón, cubríamos las
rutas a diferentes lugares de los
territorios nacionales.
Al enterarme de esta nueva
bonanza y de la dificultad que la gente tenía para
viajar al sitio de la aparición de la veta en la Pedrera, solicité permiso a la
Aeronáutica Civil para hacer esa ruta, entidad que nos autorizó viajar: Villavicencio- La Pedrera – Leticia -
La pedrera - Villavicencio con un tiempo de
más de 5 horas de vuelo, desde el
inicio en Villavicencio hasta el final en Leticia.
Volábamos los sábados desde Villavicencio hasta La Pedrera y continuábamos
hasta Leticia en donde se pernoctaba, y
nos regresábamos al día siguiente, o sea el domingo, por la misma ruta.
Todos los vuelos salían con cupo
completo, copando toda su capacidad con veinticuatro
pasajeros y tres toneladas de carga, la cual en su mayoría eran víveres,
cerveza y gaseosas, plantas eléctricas, palas, picas, motores fuera de borda, rollos
de paroy, gallinas, cerdos y toda clase de elementos para negociar en la región.
Las reservas para los vuelos permanecían llenas, pues era mucha la gente
que estaba viajando desde Leticia y
desde Villavicencio a rebuscarse la vida en esta nueva bonanza amazonense.
Así empezamos a experimentar esta
nueva ruta que benefició a muchas
personas y por supuesto a la empresa.
En uno de los vuelos del fin de semana, como siempre, el avión decoló a las
6 am con el fin de hacer el recorrido selvático
con la luz del sol, por si acaso se presentaba alguna emergencia que precisara el regreso
del avión o el aterrizaje en alguna pista de las tantas que se encuentran sobre
la ruta, ya fueran legales o del narcotráfico.
Yo siempre acompañaba ese vuelo,
para disfrutar la alegría de compartir con mis viejos amigos esos dos días en
tierra amazonense, recordar viejas épocas pasadas, y por ende, colaborar con la causa.
El día de la emergencia, como de
costumbre, salimos temprano sin ninguna novedad con buen clima y buena
visibilidad; posteriormente, al dejar el llano y empezar a volar sobre selva, el avión entró a una tormenta que nos acompañó por mucho tiempo.
Ese día llevábamos más o
menos tres y media horas de vuelo, en medio de ese torrencial aguacero que
impedía la visibilidad metros más adelante. Sin embargo todo era normal, la
comunicación con la torre de control de Villavicencio funcionaba bien. De un
momento a otro el motor No 1 que corresponde al lado izquierdo del piloto,
empezó a “escopetear”- como dicen en la jerga aeronáutica - el cual es un
sonido parecido a la tos. Esto ya no era normal, porque lo mínimo que había que
hacer en este caso, era apagarlo, para que no se fuera a fundir, pero en las
circunstancias en que volábamos, con el avión lleno era algo riesgoso, aunque
ese avión puede volar con un solo motor sobre todo a la altura en que íbamos,
más aún, es tan seguro ese avión que a esa altura puede perder los dos motores y puede planear debido a la posición de sus alas, dando tiempo de buscar en donde aterrizar. La
situación no dejaba de ser preocupante.
A los pocos minutos ocurrió lo que tenía que ocurrir, el motor se
“perfiló” es decir, se paró.
Ya noté la inquietud de la
tripulación, sobre todo cuando me
manifestaron que la radio- ayuda en la Pedrera se había apagado. Ahí si me
asusté, porque se estaban dando tres
condiciones para un accidente aéreo: sin radio-ayuda, con tempestad, con un
motor fuera de servicio y el avión con carga completa.
El temor de la tripulación era
que al quedar un solo motor éste tenía que suplir la potencia del otro que
falló, lo cual lo forzaría más y podía ocurrir lo mismo: fundirse, razón por la cual había que tomar una
determinación lo antes posible.
Al preguntarme el comandante qué
hacer le respondí: comandante, yo soy el gerente en tierra, usted en el aire es el dueño del avión, así
que haga lo que tenga que hacer en beneficio de las treinta personas que vamos a bordo.
La solución inmediata que nos
puede favorecer - me dijo - es botar al vacío toda la carga a bordo, toda es
toda, inclusive la herramienta del avión, con el fin de aligerar el peso de la
aeronave y bajarle revoluciones al motor bueno para que no vaya a “sacar la
mano”.
Listo comandante, esa es una
orden, y de inmediato se le comunicó a los pasajeros la determinación la que no
fue del agrado de algunos pues, para la
mayoría , la carga era el plante que llevaban hacia la mina a rebuscarse el
sustento, desafortunadamente aquí importaba más la vida de todos.
De inmediato el mecánico y el
auxiliar de vuelo se amarraron por la cintura con una cuerda, la que a su vez
se amarró a una parte segura del avión, con el fin de evitar que la fuerza del
aire los sacara de la aeronave.
Una vez hecha esta operación, se
procedió a acercar la carga a la puerta principal del avión, que constaba de
dos alas, se abrió una de ellas y empezó la tediosa y arriesgada maniobra del
lanzamiento de la carga al vacío, lo cual debía hacerse con mucho cuidado y
precisión, de manera que al arrojarla no se estrellara contra la cola de la aeronave, porque así se
complicarían más las cosas.
Cajas de cerveza y gaseosas, bultos con papas, bultos con víveres, rollos
de paroy- que es una tela impermeable para hacer cambuches - maletas,
maletines guacales con gallinas,
generadores eléctricos, motores fuera de
borda pequeños, palas, picas y en fin todo lo que pesara y estuviese a bordo
excepto los pasajeros, todo había que tirarlo. Sólo quedamos con lo que llevábamos puesto.
Ese día, para mayor trauma, nos tocó presenciar en “vivo y en directo” la arrojada al vacío de un cerdo de unos 50 kilos
que iba a bordo, que cosa tan impresionante presenciar éste espectáculo, pues
por los chillidos estertóreos que emitía el animal al sujetarlo, parecía
presentir que la muerte le había llegado. Ver la repulsa que ejercía para no
dejarse arrojar era una sensación inhumana de crueldad, desafortunadamente
había que hacerlo por las vidas humanas que íbamos a bordo. Una vez terminada
esta operación, sentimos que el rugir del motor disminuyó al bajarle la
potencia el comandante.
Como nos encontrábamos cerca de
la Pedrera, según el tiempo volado y por
la ruta demarcada por coordenadas, el comandante procedió a tratar de sacar el
avión de la tempestad y buscar a ojo el
río Caquetá que les sirviera de guía, lo
cual hizo bajando de altitud.
Efectivamente, cuando el avión
bajo millares de pies a una altura
prudente sobre el verdor de la espesa selva, la lluvia amainó y la visibilidad
aclaró, permitiéndole al copiloto
divisar el rio.
Como otra medida de seguridad el
comandante ordenó a todos los pasajeros colocarse en posición fetal, o sea con
la cabeza sobre las rodillas y
cinturones de seguridad amarrados porque iba a bajar el avión al límite
de altura de sustentación para
sobrevolar rasante sobre el río, de
manera que si el otro motor fallaba, acuatizaría de inmediato.
En el interior del avión solo se
escuchaba el murmullo de mucha gente rezando y algunos niños llorando.
Cuando el avión empezó el
descenso a sobrevolar el rio, en lontananza también se divisó lo que parecía
ser la población de la Pedrera, visión que animó a la tripulación y a la gente
que íbamos a bordo. Esta felicidad no duró mucho cuando el motor empezó a
escopetear, señal que también estaba
empezando a fallar, las oraciones se acrecentaron pidiendo resistencia al motor
para que nos permitiera llegar al aeropuerto y no acuatizar en río.
Así songo sorongo como se dice
coloquialmente, el avión se fue acercando poco a poco hasta tener al frente el
aeropuerto de la Pedrera; los gritos y aplausos se sintieron por todo el
avión y así, tras hora y media más o
menos de desasosiego - desde que se presentó la emergencia - pudimos
aterrizar sanos y salvos.
Cuando el avión se estacionó y
apagó el motor la gente se tiraba por la
puerta y, llorando arrodillados, daban
gracias a Dios.
Yo recuerdo que me pasaron media
de aguardiente para que ingiriera un
trago y casi me la tomo toda, pues el
susto aún estaba vigente.
De inmediato fui en procura de un teléfono para
comunicarme con Villavicencio para reportar
la novedad, y que informaran a la aeronáutica sobre el feliz desenlace de la
emergencia y ordenar el envío de otro avión con mecánicos,
para desvarar el avión en tierra y continuar el recorrido, avión que llegó sin
ninguna novedad a la Pedrera pasadas las
cinco de la tarde, con los mecánicos solicitados que irían a desmontar el motor
que se había fundido y posteriormente mandarlo a reparar a Bogotá.
Como todo en la vida no es
felicidad, una vez hubo pasado el susto y los pasajeros se tranquilizaron, vino
el reclamo por sus pertenencias arrojadas al vacío, pues nos aseguraban que ese era el plante que tenían para rebuscarse
en la mina: creo que tenían razón, pero
siendo una situación de fuerza mayor la cosa era diferente, reclamo que me
alteró por la falta de solidaridad de los pasajeros. Les comente que para responder por ello debía comunicarme con
los seguros para darles una respuesta definitiva. Por la tarde me comuniqué con uno de los
socios de la empresa, al cual le expuse la situación aceptando que había que pagarles para evitar
un problema mayor, que todo eso lo cubriría el seguro.
Por la noche me reuní con
ellos haciendo un acuerdo económico con
cada uno, basado en los kilos que llevaban como carga y equipaje,
adelantándoles dinero en efectivo para que se solventaran mientras llegaba el
resto de la plata, solucionándose todo satisfactoriamente.
Esa noche hubo fiesta en la
población por cuenta de la empresa.
Al otro día muy temprano salimos
para Leticia en el otro avión que llegó a reforzarnos, para terminar la ruta
truncada por la emergencia, tanquear y devolvernos de inmediato a la Pedrera para tener tiempo de llegar a Villavicencio
antes del anochecer.
Dejando el avión averiado a buen
recaudo en manos de los mecánicos que llegaron a atender el desperfecto,
salimos a cumplir el último tramo La Pedrera-Villavicencio
llegando al atardecer sin ninguna novedad.
Esta fue otra de las tantas
aventuras vividas en esa hermosa tierra amazonense, la cual fue sorteada
positivamente debido a la experiencia de los comandantes de la empresa y al buen mantenimiento dado a las aeronaves, en
donde quedó demostrado que éstos aviones tipo D-3 fueron de los mejores fabricados
para la época de la segunda guerra mundial, en la cual brillaron por su versatilidad.
El avión averiado permaneció más
de un mes en la Pedrera mientras hacían la reparación del motor, posterior a su instalación, voló de nuevo a
la sede en Villavicencio, en donde aún, sigue volando.
Carlos Javier Londoño O.