Julio 05 de 2013
Crónicas Leticianas 47
“No había agua potable ni luz, pero si teníamos,
casino, prostíbulos y discotecas”
Eran las 9 pm de un viernes
cualquiera de los años finales a la
década de los setenta. El Casino Internacional Anaconda, situado alrededor de la piscina del hotel del mismo nombre, se dispone a abrir sus puertas al público.
El frescor de los aires acondicionados se sentía
por todo el salón y el aroma de los ambientadores olorizaba el lugar.
Los “crupier”, impecablemente
uniformados, parados frente a las mesas de Black-Jack y de ruleta, en una posición casi militar, esperaban la llegada de los clientes, tales como los
emergentes de la época, lo más granado de la sociedad leticiana,
pilotos, gerentes de banco, turistas y toda clase de personas que querían experimentar una noche de suerte, en los juegos de azar que el
casino les ofrecía.
El desfile comenzaba, cuando
“personajes” famosos de la época, con sus voluptuosas y sensuales damas de
compañía venidas de otras ciudades, luciendo su garbo y lo último en modas y
joyas, entraban al reciento a ocupar un
lugar en las diferentes mesas.
Una vez acomodados, empezaba la
repartición de whisky de las mejores marcas, acompañado por crocantes
pasa-bocas.
Así se daba inicio, por esa
noche, a la danza de los millones, en donde se jugaban grandes capitales de los
que circulaban en la ciudad, producto de
las negociaciones ilícitas de la época.
Cada juego tenía su parafernalia
diferente.
En la ruleta, los crupier
iniciaban la venta de fichas para las apuestas en la misma mesa, dinero que recibían
representado en dólares, cruzeiros, soles, pesos, travel checks, cheques
personales o vales firmados cuando la persona era de confianza, el cual iban depositando por una ranura que
quedaba en la parte derecha de la mesa
que se comunicaba con una urna
sellada herméticamente situada debajo de ella.
A la voz de “hagan sus
apuestas” los jugadores empezaban a
colocar el montículo de fichas sobre la cuadricula con color y número de su
agrado, esperando un golpe de suerte.
Los diamantes
incrustados en los anillos de los apostadores destellaban rayos coloridos
al incidirles la luz que los alumbraba
encima de la mesa.
Posteriormente,
a la voz de “No va más”, se suspendían las apuestas y todos debían retirar las
manos de la mesa al mismo instante en que la bolita empezaba a girar en sentido contrario a la ruleta.
El silencio era
total. Sólo se escuchaba el sonido de la bolita girando, golpeando y brincando
de casilla en casilla esperando la desaceleración para ubicarse en el número ganador.
Cuando ésta
paraba, el crupier cantaba el número afortunado por ejemplo “negro el 6” y de
inmediato procedía a pagar a los
ganadores que ubicaron sus fichas en la cuadrícula con el número favorecido.
Cuando alguien
ganaba una buena suma de dinero regalaba una propina al crupier quien cantaba al instante, “empleados”, expresión
que era respondida por todos los crupier del salón con un “Gracias”, dinero que
también se guardaba en una urna para la repartición entre ellos, cuando se
cerraba el casino.
En las mesas de
Black-Jack, la ceremonia era diferente:
el crupier destapaba varias cajas de
naipes nuevos, los cuales mostraba al público y con la destreza de un prestidigitador los
revolvía en un acto casi circense, para
después colocarlos en la caja desde donde los repartía de acuerdo al
pedido que los jugadores le hacían
para completar la veintiuna o por lo
menos no pasarse el límite, para aspirar a
ganar.
Mientras todo
esto ocurría, el administrador - con ojo de lince - recorría el salón, pendiente de las mesas para evitar alguna irregularidad.
Mientras duró
esa bonanza, esa diversión y entretenimiento, ocurría todas las noches de martes a sábados y siempre el salón
permanecía lleno, pues en la semana el movimiento de personas que visitaban la
ciudad era notorio y la rotación de
dinero se veía por doquier.
Fue en la época, en que boato, rumba,
despilfarro, ostentación, lujo,
corrupción, drogas, negocio y joyas entre otras, eran las palabras de mayor significación.
Y es aquí, en
donde uno analiza las ironías de la vida en
ciertos lugares: mientras el
pueblo carecía de agua potable, de luz, de salud, de educación y otros
servicios primarios necesarios, las discotecas
se abrían por doquier con su
clientela propia de acuerdo a su estrato, tales como las discotecas
Anaconda, Tacones, La Tarántula, Poversa, Zorba, y la ballena de Jonás,
establecimientos que eran visitados asiduamente casi todos los días por
clientes y turistas, con lleno total los
fines de semana.
Y ni hablar de los prostíbulos; para el índice
poblacional de la época, puede decirse que estábamos en superávit de ellos,
pues los había de toda clase, desde los que albergaban hermosas mujeres venidas
del interior del país, de ciudades que por su fama, eran las más caras y
cotizadas como las pereiranas, paisas, y caleñas, como las
regionales de menor estrato, pero con propia clientela.
En dichos
prostíbulos, cuando llegaba algún “personaje” importante de los que se movían
por la ciudad, a celebrar la coronada de algún negocio, las puertas se cerraban
y todo corría por cuenta del recién llegado, quien con su ejército de
“lavaperros” se situaba en un lugar estratégico del establecimiento.
Las personas que
se hallaban en el interior tenían dos opciones, adaptarse al ambiente bajo la
seguridad y control del recién llegado o desocupar el recinto.
A partir de ese
momento había bar libre para los presentes y para los acompañantes, aparte del
licor, mujeres y droga.
Se presentaban
shows de lesbianismo en vivo, por parte
de las muchachas, quienes, por ganarse unos dólares extras, hacían lo que
fuera, con tal de entretener y satisfacer la morbosidad de la concurrencia.
Estos shows
tenían su toque de aberración, con unos actos difíciles de creer, a no ser que
uno los viva, en vivo y en directo.
Celebración
acompañada además, por whisky y por clorhidrato de cocaína, que esparcido en
las mesas de consumo, era inhalado nasalmente por los asistentes por tubitos
hechos con dólares.
Entre los más
conocidos que se destacaron por su buen
servicio estaban: Monterrey, La Esquina Caliente, El Padrino, Balalaika,
Monroy, Doris y el más popular el de Forcha, un antro de mala muerte, donde se
podían encontrar hermosas niñas
nativas que entregaban su virginidad por
dinero, joyas o alguna bagatela que las ilusionara.
Y el más
conocido internacionalmente llamado los “Chicos malos”, en donde el “paquete”
completo incluía todos los servicios: mujeres, licor y droga.
De ahí el
comentario de la revista brasileña “Manchette” la cual en uno de sus artículos
mencionaba el lugar aconsejando a los turistas brasileños que si querían “experimentar” droga cuando fueran a Leticia, visitaran ese sitio, en donde los
narcóticos se compraban y se consumían libremente con la anuencia de algunas
autoridades.
Para esa fecha,
al decir de un amigo, la edad de las niñas para iniciar el sexo no importaba, ya que según él se catalogaban por tamaño y peso, pues
la trata de ellas, era pan de cada día,
ya que no había ninguna acción ni control porque en esta
ilegalidad también estaban involucradas algunas autoridades quienes se hacían
los desconocedores de los actos a
cambio de las dádivas que recibían.
Se veían casos
particulares de padres que cambiaban su
hija por un motor fuera de borda, o la
vendían al mejor postor y donde el delito de “incesto” si no era normal, si
hacía parte de esa cultura tripartita y hoy, aunque poco se comenta, aún perdura,
sobre todo en el lado brasileño.
Desafortunadamente
esas fueron parte de las lacras que nos
dejó el paso de la bonanza del narcotráfico que otros tratan de emular a como
dé lugar.
Viene a colación
el consejo que daba un padre a su hijo,
que aunque no es lo correcto, creo que está rigiendo para algunos personajes en la región: “Consiga la plata
mijo, consígala honradamente, pero si no puede honradamente, consiga la plata
mijo”.
Carlos Javier Londoño O.
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